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miércoles, 28 de agosto de 2013

Confabulando con conejos enanos


Fabular suplicios acostumbra a congestionar el diafragma y a tensar el epiplón de las fieras.

Saturnino, el pocero feo, se quedó para vestir santos y al cuidado de un conejo enano, adoptado tras la dolida muerte del cobijo de sus dependencias y de su Alma máter. El desvalido roedor, enano y orejón, de tonos ocres y hocico color azabache, se hacia querer el muy cabrón, con sus arrumacos torpes y unas grotescas muecas de caricatura sesentera.

El pocero feo, gustaba alimentarlo con la mano, con los restos de sus degluciones y unas ocasionales vomiciones en escopeta, hecho que solía acontecer, durante la única comida del día, la cena.

Cabizbajo y bizco de placer, devoraba sorbiendo, afanosamente, casquería de bovino y cabeza de oveja vieja, o de lo que fuese menester, ofreciendo con amor fraterno los redondos ojitos a su mascota.

El conejito sin demora, roía y roía aquellos suplementos vitamínicos antinatura, sorbiendo los liquidillos espesos de sus órbitas.

Una noche de concurso, de pulmón izquierdo y cráneo cuernilargo, amenizado entre gases de metano y de gasolina adoquinera, raspó su sexo paginado, despegando el despido de sus pasmos hasta quedarse bien dormido, olvidando dar de comer a su mascota.

Dormido y colocado, sus suspiros abandonados se dejaban acompañar por el compás de unos pequeños saltitos que se acercaban a su alcoba.

Roídos ojos degollaban el silencio, entre un clamor mortuorio que pedía a gritos una pensión vitalicia por ceguera, o quizás, un fabulado contrato fijo por incapacidad y el amor de una tullida casadera.





domingo, 18 de agosto de 2013

Pasión teletransportada



Sol hiriente desnudando mi congojo y esa puta mosca verde sorbiendo las sales de los poros de mi nariz. Cada mañana, me pregunto cómo fui a parar allí, igual que se preguntaron, seguramente, todos aquellos ojos desorbitados. Desgarrado entre aquellos dientes de glamurosa corsetería articulada, engalanada con guirnaldas charol. 

Hace tiempo que soñaba con la bilocación de los dioses, ensimismado con sus etéreos transitares a través del espacio tiempo. Ensoñaciones apasionadas que discurrían entre el trascendental hiperespacio y el teletransporte de Star Trek, divagando sobre sus inmensas posibilidades y sobre el morboso terror de sus posibles paraconsecuencias. Soñaba con el horror de verme alguna vez emparedado, por un maldito error de cálculo, entre los adoquines rojos de la grafiteada y demacrada fachada del instituto, o metamorfoseado como una inclusión fluida de osificación cristalizada, entre las Mirindas y las Colalocas de alguna mugrienta máquina de refrescos.

Quizás fue aquel, el germen de mi desviado fetichismo. Un sentir amanerado, que derivó hacia el romanticismo místico del escarnio, una mecanización compulsiva que me hacía sentir libre desde aquel charco de babosas. El deseo de la contemplación obtusa, de aquellas dentadas escaleras mecánicas. Unas imponentes escaleras acerosas deslizándose por aquellos grandes almacenes, perdiéndose siempre entre el diáfano horizonte de la alfombra roja, bajo un parquet flotante de vibrar gozoso, laminado y finamente bronceado, que rezumaba de gusto entre sus pernos, el muy cabrón. 

Aquella sensualidad dentada de abstracción rolliza, lo arrastraba a uno casi sin querer, hacia una delicada sección de lencería y cacharrería de cocina. Mi obsesivo fetichismo me cegaba, nada más tocar el duro pasamanos de goma, calido y vibrante. El negro tiento de un caucho inyectado entre fibras de kevlar y nailon, que me propulsa como una diva, hacia los pies de aquellos maniquíes decapitados y sin pies. Entes fríos mutilados, de cuerpo imberbe y esculpido, que exaltaban unos minimizados tangas y sostenes trasparentes, cual súcubos petrificados esperando sus infinitas noches de vicio y escorbuto.

Extasiado, casi desfallecido por el trance, a duras penas aun podía mantenerme en pie, por el temblor que turbaba mis rodillas y la excitación de mis entrañas. Tras caer al suelo, postrado como un perro encriptado frente al lastre de su código barras, me acerqué a cuatro patas lentamente, arrastrando mis elongados testículos por el suelo, abducido por la infusa inspiración de aquella esquiva dentición y lengua de hierro.

Sus cepillos afilados me rasgaron la carne y el zurcido del escroto, desangrando la compulsión de mi soberbia. Arrogante, entre toda aquella grasa rebozada de pelusas arcaicas, pelusas obstinadas en sorber el crujir de mis espasmos, me ancle en el desconsuelo, partido entre las dos porciones de mi ego. Orgasmando, escupia protoesperma y sangre empelusada por el otro extremo de unos pasamanos que relinchaban carne humana y salpicones de coraje, decorando las paredes de toda la sección de relicarios y juegos de cama.

La tetraplejia fue el enigma del tormento, del abandonado infierno de aquella mi carcasa, de aquella mi castración. Hay quien dice que, el personal de seguridad, unos niñatos suplentes, adoctrinados para la producción en masa y el consumo compulsivo; unos obedientes soldados sin experiencia ni formación, bonificados por los programas de incentivación laboral del estado, con un contrato a tiempo parcial y cobrando los festivos en negro; me golpearon hasta la inconsciencia, la de ellos. Medio desmallados y vomitando bilis sobre mi cara, gritaban improperios y encomendaciones incómodas a sus fetiches sacralizados. Tapándose la boca con una mano, cegados de cólera y con los ojos en blanco, golpearon el hambre de su protagonismo y el sucumbir de mi espinazo hasta llegar a mi extremaunción.



martes, 6 de agosto de 2013

Me pido agosto



Carmele: yo, este año me pido agosto

Dora: Pues mira por dónde, yo también..., porque mi hombre hace vacaciones, como siempre.

Carmele: pues tú verás, porque lo coges todos los años y este va a ser que no.


Carmele y Dora, enzarzadas en su trifurca vacacional, durante todo un mes de julio odiado y odiándose mutuamente, deseándose algo malo, cual carne de bruja lacerada antes del abrigo de su hoguera; al alba de sus inquisiciones, saborearon un desenlace:

Carmele fue trasladada dos días antes de fin de mes, al departamento de despiece cárnico, por su afiliación al sindicato del rimel; concretamente a la unidad de vaciado visceral, que aumentaba su actividad especialmente en el mes de agosto, por sus elevadas temperaturas y potenciales riesgos bacteriológicos, y por esas prisas domingueras estivales que siempre demandan más parrillas de costillar; con unas vacadefunciones automatizadas, con un olor a sangre rancia que cerraba la boca del estómago, y con aquel monótono granizado acústico de cientos de motosierras asincrónicas, acallando los desconsolados mugidos de una argamasa proteínica y hormonada, en el alba de sus rumiaciones.

Dora no tuvo tanta suerte. Fue asesinada tres días antes de comunicarle su cese improcedente. Despedida de la empresa, tres días antes del mes de agosto. Atropellada tres días antes por un coche  tuneado, parecido al viejo coche robado de Carmele. Abandonada en la cuneta de una curva meadera, en aquel especialmente caluroso mes de julio. Atropellada por un coche que se dio a la fuga y sobre el que no hubo juicio ni alboroto, en un tiempo y un espacio, en los que la privatización de la justicia y las defunciones colectivas, eran promulgadas por el mejor impostor.