Sol hiriente desnudando mi congojo y
esa puta mosca verde sorbiendo las sales de los poros de mi nariz. Cada mañana,
me pregunto cómo fui a parar allí, igual que se preguntaron, seguramente, todos
aquellos ojos desorbitados. Desgarrado entre aquellos dientes de glamurosa
corsetería articulada, engalanada con guirnaldas charol.
Hace tiempo que soñaba con la
bilocación de los dioses, ensimismado con sus etéreos transitares a través
del espacio tiempo. Ensoñaciones apasionadas que discurrían entre el
trascendental hiperespacio y el teletransporte de Star Trek, divagando sobre
sus inmensas posibilidades y sobre el morboso terror de sus posibles paraconsecuencias.
Soñaba con el horror de verme alguna vez emparedado, por un maldito error de
cálculo, entre los adoquines rojos de la grafiteada y demacrada fachada del
instituto, o metamorfoseado como una inclusión fluida de osificación
cristalizada, entre las Mirindas y las Colalocas de alguna mugrienta máquina
de refrescos.
Quizás fue aquel, el germen de mi
desviado fetichismo. Un sentir amanerado, que derivó hacia el
romanticismo místico del escarnio, una mecanización compulsiva que me
hacía sentir libre desde aquel charco de babosas. El deseo de la contemplación
obtusa, de aquellas dentadas escaleras mecánicas. Unas imponentes escaleras
acerosas deslizándose por aquellos grandes almacenes, perdiéndose siempre entre
el diáfano horizonte de la alfombra roja, bajo un parquet flotante de
vibrar gozoso, laminado y finamente bronceado, que rezumaba de gusto entre sus
pernos, el muy cabrón.
Aquella sensualidad dentada de
abstracción rolliza, lo arrastraba a uno casi sin querer, hacia una
delicada sección de lencería y cacharrería de cocina. Mi obsesivo fetichismo me
cegaba, nada más tocar el duro pasamanos de goma, calido y vibrante.
El negro tiento de un caucho inyectado entre fibras de kevlar y nailon, que me
propulsa como una diva, hacia los pies de aquellos maniquíes decapitados y sin
pies. Entes fríos mutilados, de cuerpo imberbe y esculpido, que exaltaban unos
minimizados tangas y sostenes trasparentes, cual súcubos petrificados
esperando sus infinitas noches de vicio y escorbuto.
Extasiado, casi desfallecido por el
trance, a duras penas aun podía mantenerme en pie, por el temblor que turbaba
mis rodillas y la excitación de mis entrañas. Tras caer al suelo, postrado como
un perro encriptado frente al lastre de su código barras, me acerqué a cuatro patas
lentamente, arrastrando mis elongados testículos por el suelo, abducido por la
infusa inspiración de aquella esquiva dentición y lengua de hierro.
Sus
cepillos afilados me rasgaron la carne y el zurcido del escroto, desangrando la
compulsión de mi soberbia. Arrogante, entre toda aquella grasa rebozada de pelusas
arcaicas, pelusas obstinadas en sorber el crujir de mis espasmos, me ancle en el desconsuelo, partido entre las dos
porciones de mi ego. Orgasmando, escupia protoesperma y sangre empelusada por
el otro extremo de unos pasamanos que relinchaban carne humana y salpicones de coraje, decorando las paredes de toda la sección de relicarios y juegos de cama.
La tetraplejia fue el enigma del
tormento, del abandonado infierno de aquella mi carcasa, de aquella mi castración. Hay quien dice que, el personal de
seguridad, unos niñatos suplentes, adoctrinados para la producción en masa y el
consumo compulsivo; unos obedientes soldados sin experiencia ni formación,
bonificados por los programas de incentivación laboral del estado, con un
contrato a tiempo parcial y cobrando los festivos en negro; me golpearon hasta
la inconsciencia, la de ellos. Medio desmallados y vomitando bilis sobre mi
cara, gritaban improperios y encomendaciones incómodas a sus fetiches
sacralizados. Tapándose la boca con una mano, cegados de cólera y con los ojos
en blanco, golpearon el hambre de su protagonismo y el sucumbir de mi espinazo hasta llegar a mi extremaunción.