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domingo, 18 de agosto de 2013

Pasión teletransportada



Sol hiriente desnudando mi congojo y esa puta mosca verde sorbiendo las sales de los poros de mi nariz. Cada mañana, me pregunto cómo fui a parar allí, igual que se preguntaron, seguramente, todos aquellos ojos desorbitados. Desgarrado entre aquellos dientes de glamurosa corsetería articulada, engalanada con guirnaldas charol. 

Hace tiempo que soñaba con la bilocación de los dioses, ensimismado con sus etéreos transitares a través del espacio tiempo. Ensoñaciones apasionadas que discurrían entre el trascendental hiperespacio y el teletransporte de Star Trek, divagando sobre sus inmensas posibilidades y sobre el morboso terror de sus posibles paraconsecuencias. Soñaba con el horror de verme alguna vez emparedado, por un maldito error de cálculo, entre los adoquines rojos de la grafiteada y demacrada fachada del instituto, o metamorfoseado como una inclusión fluida de osificación cristalizada, entre las Mirindas y las Colalocas de alguna mugrienta máquina de refrescos.

Quizás fue aquel, el germen de mi desviado fetichismo. Un sentir amanerado, que derivó hacia el romanticismo místico del escarnio, una mecanización compulsiva que me hacía sentir libre desde aquel charco de babosas. El deseo de la contemplación obtusa, de aquellas dentadas escaleras mecánicas. Unas imponentes escaleras acerosas deslizándose por aquellos grandes almacenes, perdiéndose siempre entre el diáfano horizonte de la alfombra roja, bajo un parquet flotante de vibrar gozoso, laminado y finamente bronceado, que rezumaba de gusto entre sus pernos, el muy cabrón. 

Aquella sensualidad dentada de abstracción rolliza, lo arrastraba a uno casi sin querer, hacia una delicada sección de lencería y cacharrería de cocina. Mi obsesivo fetichismo me cegaba, nada más tocar el duro pasamanos de goma, calido y vibrante. El negro tiento de un caucho inyectado entre fibras de kevlar y nailon, que me propulsa como una diva, hacia los pies de aquellos maniquíes decapitados y sin pies. Entes fríos mutilados, de cuerpo imberbe y esculpido, que exaltaban unos minimizados tangas y sostenes trasparentes, cual súcubos petrificados esperando sus infinitas noches de vicio y escorbuto.

Extasiado, casi desfallecido por el trance, a duras penas aun podía mantenerme en pie, por el temblor que turbaba mis rodillas y la excitación de mis entrañas. Tras caer al suelo, postrado como un perro encriptado frente al lastre de su código barras, me acerqué a cuatro patas lentamente, arrastrando mis elongados testículos por el suelo, abducido por la infusa inspiración de aquella esquiva dentición y lengua de hierro.

Sus cepillos afilados me rasgaron la carne y el zurcido del escroto, desangrando la compulsión de mi soberbia. Arrogante, entre toda aquella grasa rebozada de pelusas arcaicas, pelusas obstinadas en sorber el crujir de mis espasmos, me ancle en el desconsuelo, partido entre las dos porciones de mi ego. Orgasmando, escupia protoesperma y sangre empelusada por el otro extremo de unos pasamanos que relinchaban carne humana y salpicones de coraje, decorando las paredes de toda la sección de relicarios y juegos de cama.

La tetraplejia fue el enigma del tormento, del abandonado infierno de aquella mi carcasa, de aquella mi castración. Hay quien dice que, el personal de seguridad, unos niñatos suplentes, adoctrinados para la producción en masa y el consumo compulsivo; unos obedientes soldados sin experiencia ni formación, bonificados por los programas de incentivación laboral del estado, con un contrato a tiempo parcial y cobrando los festivos en negro; me golpearon hasta la inconsciencia, la de ellos. Medio desmallados y vomitando bilis sobre mi cara, gritaban improperios y encomendaciones incómodas a sus fetiches sacralizados. Tapándose la boca con una mano, cegados de cólera y con los ojos en blanco, golpearon el hambre de su protagonismo y el sucumbir de mi espinazo hasta llegar a mi extremaunción.