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sábado, 23 de junio de 2012

Comulgando recuerdos


Hay tardes
en las que paseando por los aledaños de mi madriguera,
regresan a mí los perdigones perdidos del pasado,
esas imágenes afincadas
en contextos homólogos
al transitar por lo cotidiano,
por la apatía de un día cualquiera

Momentos,
con la misma intensidad y espectro lumínico
que aquel día y sólo aquel,
con aquellas emociones y sólo aquellas,
en el seno de una confluencia electromagnética
en el que la luz,
reflejada ahora en el charco de las ausencias,
se difracta
en inquietantes iridiscencias rotas
entre las hojas de los árboles del camino,
con ese sonido quebrado
por el pisotear de hojas secas
durante nuestro acompasado y caduco peregrinar,
divagando por los recuerdos entumecidos
de nuestro consolidado vector
espacio-temporal

En este instante,
mientras escribo este...
llamémosle poema,
el borboteo de unas lágrimas que no acaban de brotar
me quema los ojos,
me evoca
que ya no hay vuelta atrás,
que los sonidos y la luz
y todo lo demás
que acompañó a eso que parecía nuestro,
ya no está,
como el día aquel
en el que mi amigo Jaime,
buscando sus gafas graduadas cayó al mar,
desde el acantilado;
como cuando hambrientos y perdidos
pero vivos como nunca,
devorábamos erizos de mar
y pulpos destripados a lo vivo,
con la adrenalina supurando por nuestros poros,
y aquellas risas de felicidad maniforme
que no se borraban de nuestras caras,
mientras contemplábamos el mar,
allá,
desde las rocas,
en el momento en que Oscar,
cual autoproclamado ejecutor del señor de las moscas,
decidía empalar aquel amasijo de tentáculos prominentes
que sólo imploraban la clemencia de los dioses,
para asarlo a fuego lento
y alimentar el germen de nuestros pecados,
al abrigo de aquel atardecer de cigarras,
con la compañía de la indómita tramontana,
a los pies
del que fue el mítico faro
de La luz del fin del mundo



(Para Jaime y Oscar, desde el geosinclinal de nuestros vientos)