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martes, 3 de abril de 2012

Un trozo de indiferencia

La electricidad cabalga entre sus sinapsis como un tsunami de voltios desatados, que iban arrastrando sus entumecidos neurotransmisores hacia los espacios postsinápticos, saltando de neurona en neurona; mientras ella, desde una inmaterialidad ajena al tiempo, inmersa en un sopor inducido por el Propofol administrado en vena pocos minutos antes de pulsar el botón de descarga, no era consciente de las convulsiones que recorrían su cuerpo. Permanecía ajena a la tensión extrema de unas mandíbulas que forzaban a clavarse unos estropeados dientes contra el babeante tubo de mayo que, mediante un fluido constante de oxígeno y aire, alimentaba el tenue crepitar de los alvéolos enraizados en sus acartonados pulmones. Teresa, atada de pies y manos a una camilla de los años ochenta, por una extrema desorganización decían, apretaba aquellos dientes con una furia ciega inducida por la corriente eléctrica que excitaba las células de todos los músculos de su cuerpo, tensándolos hasta la misma inserción del el hueso.

Minutos después, tras un lento y aturdido despertar a los pocos minutos de la sesión de terapia electroconvulsiva, Teresa no recordaba nada de todo lo que la rodeaba en ese momento, había olvidado todo lo que hizo ese mismo día antes de bajar a la sala de TECs y lo que hizo el día anterior y el otro,..., mientras oía de fondo las bromas y las risas de aquellos entes que se le antojaban demonios alados, ataviados con largas túnicas blancas y culebras bicéfalas agazapadas entorno a sus cuellos.

En ese mismo momento a escasos metros de donde se encontraba ella, el personal sanitario y de seguridad del hospital bromeaba sobre el peinado de la nueva joven anestesista, Laura, una residente de tercer año que acababa de empezar a trabajar en el hospital. Algunos, algo más nerviosos, hablaban sobre el tema que los había congregado allí ese día, sobre el siguiente paciente; Kaim, un joven afroamericano de 25 años y metro noventa de estatura, de imponente complexión atlética. Kaim era temido por sus conocidas reacciones violentas tras unos abruptos y confusos despertares después de cada sesión de electroshock, como ya había sucedido en otras ocasiones. Todo el personal asistencial y de seguridad adicional que se congregaba ese día en la sala, estaba allí por él, y por su historia de agitaciones psicomotrices, clasificadas en la jerga del hospital como "mega agitaciones", aunque ese día fue algo diferente. Kaim sonreía dulcemente tras un lento y tranquilo despertar de su TEC número once, enseñando unos dientes blancos como perlas, perfectos como todo su cuerpo; su sonrisa y la carita de ángel que la enmarcaba, eran motivo suficiente para desvanecer toda la tensión que reinaba entre los asistentes.

Mientras tanto, a escasos metros del protagonista del día, Teresa seguía atada de pies y manos a una camilla aparcada en una de las esquinas de la sala, olvidada para la mayor parte del personal congregado en aquel templo cargado de electricidad estática. Teresa, en posición decúbito supino, descansaba su cuerpo rígido por el miedo y agotado por las convulsiones; sin mover apenas el cuello, mantenía una mirada perpleja con los ojos abiertos como platos mirando hacia el techo de la sala. En ocasiones, miraba de reojo a las personas que oía a lo lejos, a las que se le antojaba que hablaban de ella o sobre el otro endemoniado encadenado, y en ocasiones también miraba de soslayo a los demonios alados que los custodiaban a ambos.

Los labios cuarteados de Teresa guardaban una lengua reseca de pura deshidratación, inducida por los efectos secundarios de la medicación, por la atropina administrada hacía escasos minutos en la sala de TECs y por una psicótica obsesión por no comer ni beber nada de lo que ella creía eran alimentos envenenados, delirio que había arrastrado a una inanición casi mortal y que había sido el principal detonante de su ingreso.

La respiración de Teresa era algo forzada y entrecortada. Respiraba por la boca, aunque a duras penas podía inhalar un volumen de aire suficiente para sosegar sus ansias de no morir de asfixia. Las limitaciones físicas provocadas por una desgastada sonda nasogástrica repleta de reflujos estomacales y restos de la comida líquida, le impedía respirar libremente por la nariz. Con la boca abierta y sobre una lengua que parecía un estropajo de color oscuro, se apreciaba una masa de partículas sólidas amalgamadas de tonos marrones que fijaron la atención de Tino, el supervisor de mañana, y de Ana, una médico residente de segundo año:

- Tino (con cara de asco): ¿Has visto? ¿Qué es lo que tiene en la boca?

- Ana (sin dar un sólo paso de acercamiento hacia la paciente, estiraba el cuello con movimientos rítmicos lateralizados, intentando integrar distintas perspectivas del objeto, con la intención de hacerse una idea de lo que se trataba): No, no lo se, parece un trozo de piel seca ¿no?

- Tino: No, creo que puede ser comida que se le ha quedado en la boca ¿no?

- Ana (riendo, mientras arrugaba su nariz y se tapaba la boca con las manos): No lo se, pero da mucho asco...

Teresa, absorta a medio camino entre el mundo de su madriguera y el nuestro, escuchaba la conversación de los dos contertulios junto a las risas que se oian de fondo provenientes del personal que permanecía ajeno al hallazgo; y esas otras voces, las que venían del techo y de las paredes y de todas partes. Ella, inmersa en un mundo deformado del que era reina y condenada al mismo tiempo, contemplaba a Tino y a Ana con la boca más abierta que nunca, facilitándoles las maniobras en su grotesco intento por definir el objeto indeterminado que albergaba. Una boca custodiada por unos dientes mellados y abandonados, de la que brotaba un flujo turbulento de aliento corrompido, sorteando unas raíces oscuras y aquellos restos sin nombre que dormían dentro de ella. Una cavidad oral carente por largos años de cualquier tipo de higiene. Abandono que se agravaba por el estancamiento de residuos alimenticios y mucosidades solidificadas adheridas a su paladar que, finalmente habían acabado por desprenderse tras las convulsiones de ese día.

Mientras tanto, Ana y Tino seguían estirando sus descamisados cuellos, en unos infructuosos intentos por alcanzar un buen plano cenital que les proporcionase un ángulo óptimo para observar el objeto que acogía aquella boca, aunque siempre procuraban mantener una posición lo suficientemente alejada como para evitar respirar la halitosis que exhalaba la anciana. 

Luisa, una enfermera de complexión fuerte, ya entrada en años y con una larga experiencia en el hospital, empezó a ser consciente del cuadro surrealista que estaba desarrollando a pocos metros de ella. Avanzó con decisión hacia donde se encontraban Tino y Ana, a medida que se enfundaba unos guantes de vinilo azul, en los escasos dos metros que la separaban del circo. Una vez hubo esquivando los dos últimos obstáculos que reían  con sarcasmo junto a la paciente, se situó sobre una Teresa paralizada por el terror de no entender nada. Pese a la importante halitosis de la anciana, Luisa permanecía abstraída por un objetivo decido. Le abrió su boca con delicadeza, y cogiéndola con suavidad por la barbilla, introdujo con cuidado sus dedos índice y pulgar de la mano derecha, y extrajo una placa de cuatro por cinco centímetros de algo que parecía una corteza de cerdo macerada, en aquella boca olvidada.

Tino y Ana ya se habían separado medio metro antes de iniciarse la extracción improvisada. Ambos, gesticulaban con evidentes muecas de asco y casi de desaprobación por el escasamente planeado proceso de extracción. Se les había acabado el espectáculo, pero aun les corroía la duda sobre la naturaleza de aquel extraño objeto.

Mientras Luisa aguantaba el  aplanado trofeo entre sus dedos, era observada por Tino y por Ana que, muertos de curiosidad se esforzaban por tener un buen plano de la pieza, a la vez que le preguntaban desde una distancia prudencial:

- Tino y Ana: Luisa... ¿Qué es?¿Qué es?

Luisa, dirigiéndose hacia Tino, le iba acercando lentamente el objeto para que lo identificase por sus propios medios. Tino, con una expresión de repugnancia manifiesta, se iba separando del objeto que Luisa le acercaba lentamente a la cara, sin mover los pies del suelo, adoptando una postura casi inestable respecto a la verticalidad de su cuerpo:

- Tino: Quita, quita,...¿Qué asco? ¿Cómo puedes...? ¿Qué es?

- Ana: ¿Qué es?¿Qué es?

Luisa, se situó cara a cara frente a su nuevo jefe treinta años más joven que ella, el mismo que le había comunicado hacía unas semanas que ella era una de las candidatas para el expediente de regulación del hospital: por eso de la crisis, por que cobraba más antigüedad que la mayoría, por cobrar el máximo nivel de lo que en su día fue un símbolo de excelencia profesional y que denominaron "carrera profesional", que a su vez había sido fomentada por la misma empresa,... Luisa iba a ser reemplazada por alguien mas joven, subvencionado por el estado, con un contrato en prácticas por dos años por ahora, cobrando mucho menos, sin experiencia alguna y sin ideas preconcebidas que fuesen un obstáculo para los planes de la nueva dirección,... importaba bien poco su profesionalidad, la experiencia de años de servicio, su fidelidad a la empresa o los cincuenta y cinco años con los que le sería difícil volver a trabajar. Eran tiempos difíciles le dijo el trepa de Tino, mientras se encogía de hombros y le soltaba con una risita tonta, acompañada de un "lo siento".

Luisa, con los ojos húmedos por unas lágrimas de rabia contenida que no acababan de brotar, sabedora que el objeto en cuestión podría haberle costado la vida a la paciente por una broncoaspiración. Mirando fijamente a la cara de Tino, le dijo:

- Luisa (acercándose a Tino como quien va a revelar el secreto de su vida a alguien, le dijo entre una mezcla de dulzura y amargura): Tino, esto que tengo en la mano es un trozo de indiferencia.

Seguidamente,  Luisa, acorralando a Tino contra la pared que tenía este a su espalda, le metió el trozo de su indiferencia en el bolsillo superior de la bata. Se giró y se fue, no sin antes comprobar que Teresa se encontraba bien.

Tino, perplejo y avergonzado calló. Ana, había permanecido muda, petrificada por la escena, dejando solo a Tino en su meditar por un orgullo perdido entre aquellas babas secas que cubrían la indiferencia que custodiaba su corazón.

Al terminar el turno de mañana tras fichar la salida, Luisa recibió un SMS antes de subir al coche:

- SMS (Mensaje de la dirección): Luisa, mañana no vengas a trabajar. Estas despedida.

Luisa se subió al coche, cerró las puertas y lloro como nunca había llorado al salir del trabajo en treinta y cinco años de servicio en el hospital. Apoyada sobre el volante, una amalgama de recuerdos vagaron por su mente. Una vida dedicada a una profesión ahora desahuciada sin escrúpulos, a la vez que se multiplicaban sin parar los nuevos cargos de dirección.

Luisa cogió aire, arrancó el coche y puso un CD que tenía a mano, y sonó "Dust in the Wind"  de los Kansas que, en ese momento, se le antojó el himno de su vida: 





(Dedicado a todas las Teresas y las Luisas de este mundo)