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viernes, 15 de agosto de 2014

El experimento de Marisa


La subjetividad emocional domesticada que afronta el desconsuelo, no acostumbra a trascender como inmutable y eterna. La experiencia nos dice, que la exposición prolongada al mal acierto, anestesia el sentido del dolor, pero expone las vísceras a tumulto abierto, obturando meridianos, cerrando las ventanas al cielo, generando colisiones que abren brechas que sólo curan con amor

Marisa una chica introvertida de dieciocho años, (seis años más que los necesarios para mantener relaciones sexuales consentidas en el Vaticano), de facies cérea y con una mirada escrutadora que siempre le resaltaba el rímel de los ojos. Una mente despierta para la media de su generación y para la media de su promoción en una marginal escuela de extrarradio.

¡Tú llegarás muy lejos! le decía siempre Don Ramiro, el profesor zalamero que cada año insistía en llevarla a conocer Italia, para poder incluso llegar a ver al Papa, ¡sólo un fin de semana! le decía. Era su profesor preferido, un hombre alegre desde el confín de sus pesquisas, por la solemnidad de sus himnos y por el colofón de su profesión, que ese mismo año le permitiría abrazar una jubilación digna pero, la verdad, es que ella nunca le creía. Él seguiría siendo el mismo tiburón, iracundo y brabucón, que la embalsamaba en trajes de látex y la empaquetaba con los celofanes transparentes, que sudaba durante las largas tardes que nutrían sus delirios consentidos, hasta llegar a perder todos los sentidos, por esas cosas de las poluciones nocturnas, por esas cosas de las perversiones sexuales, y por los consentidos bríos del mal estado. 

Marisa y Cándida, su madre, vivían en un piso alquilado, con una mísera pensión no contributiva y con la exigua ayuda por hijo a cargo. 

Marisa: mama, me voy a dar una vuelta, a la calle, para despejarme... 

Cándida (agotada por la cronicidad de su enfermedad, por un camino terminal que sucumbía al desconsuelo, por unas las leyes de trilero que ejecutaban el confín de sus dependencias): ¡Vale…, pero no tardes cariño! 

Marisa, salió a la calle sin llaves y a oscuras, quedándose en el rellano de la escalera tras cerrar la puerta. Sin hacer ni un ruido, se detuvo frete al umbral, escrutando los murmullos solapados de los pisos de los vecinos, los sonidos de fondo provenientes de la calle, con el alarido sordo y monótono de los coches, y el crepitar de las hojas de los arboles mecidos por el viento. Un acompasando y penetrante silbido se acoplaba dramáticamente desde un angosto paso de aire en el tragaluz del patio de luces. Era una noche de invierno, con un frío que se calaba hasta la cresta iliaca de sus cruces, luciendo sus 3/4 de jersey lastrado, al que le faltaba un palmo y dos dedos para poder llegar a cubrirle todo el abdomen, dejándole los riñones al aire. Acompañando con dos zurcidos a juego, unos pantaloncitos cortos que le arrancaban desde el nacimiento del pubis para terminar súbitamente su bifurcación a la altura de las ingles, deshilachados y rotos, con unos enormes bolsillos que despuntaban sus blancas orejas sobre el bronceado de sus muslos.

En aquel momento, Marisa percibía el palpitar de sus instintos, los reverberados bajo la oscura soledad de no tener proyectos, ni hogar, ni un triste céntimo en los bolsillos… Pero, aunque lo intentaba con todas sus fuerzas, no conseguía abstraerse de la idea de que su madre todavía estaba en casa. Ensimismada, intentando completar el experimento social de todas sus derrotas, se asustó, por la tremebunda intromisión de una variable no discreta, que lucía bailarinas rosas y un delantal de espantos.

Lola, la vecina de enfrente, abrió súbitamente la puerta de su casa porque, sabía que alguien andaba rondando por la escalera porque, aun sabiendo que sabía, no oteaba nada, no oía los sonidos esperados tras las pesquisas que alimentaban el hambre de sus chismes. ¿Qué podría desnudar sino... en la cola del mercado? 

Una antorcha de fotones de sodio deslumbraron la desacomodada vista de Marisa, entre toda aquella intensidad diseminada, entre el acogimiento cálido y unas amargas pesquisas de interrogatorio, Marisa no atinaba a poderse cubrir la cara con las palmas de las manos.

Lola (con una ambivalencia de procesos paralelos, asustada pero relajada a la vez, por el poder saber algo más sobre el estado de las cosas, y diciendo para sí “sabía que había alguien en el descansillo”): ¡pero chiquilla! ¿Qué hace una chica joven y sola, a oscuras y con esa ropa? ¡Las chicas de tu edad no deberían salir solas a estas horas de la noche!

Marisa (con esa sensación de vergüenza social por expresar cualquier sorpresa frente a un desconocido): Perdóneme Sra. Lola, me ha asustado. Estaba sensibilizándome para cuando ingresen a mi madre y le retiren su mísera pensión, para cuando no podamos asumir el alquiler del piso, para cuando nos embarguen y nos echen a la calle, y para cuando llegue el día de mi jubilación y me arrope el abrigo de la noche en mi desamparo, por todo eso del bien común y por la superación de todas las crisis mundiales.

Lola (repasando a Marisa de arriba abajo, con una mueca de desaprobación y de incomprensión infinita, mezclada pero no agitada, con algo de envidia ajada): ¡hay que ver que de cosas tenéis los jóvenes en la cabeza! Bueno, te dejo que empieza mi serie favorita... “Amar es para siempre”

(Lola, pensando dónde había dejado el mando de la tele, cerró la puerta de golpe, sin llegar a procesar el germen del sostén de su reciente encuentro)

Marisa (Marisa, atónita por la onda expansiva de la puerta de la vecina y por el desenlace de su desencuentro, tras una ligera pausa que precedió al bloqueo por su perplejidad, intentó enunciar una torpe despedida, decapitada, discurriendo a ras de suelo, triste y condescendiente...): ¡Aaa…di... os! 

Tras el chasquido final de la última vuelta de llave, una intrigante sonrisa se iba adueñando de la fría naturalidad del rostro de Marisa. La indiferencia y la abstracción de su interlocutora, le habían ayudado a olvidar la presencia de su madre pero, también le habían ayudado a apreciar algo más... algo más que la desdicha de sus premoniciones, la esperanza en el trajín de sus comienzos porque, ella sabía que también amaba a alguien.